El Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica

3.4.9.5 La crucifixión de Jesús y su muerte en sacrificio

En el camino a Gólgota, siguió a Jesús una gran multitud del pueblo. A las mujeres que lloraban por Él, les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos" (Lc. 23:28). Se refirió con ello a la destrucción de Jerusalén que vendría.

Con el Señor fueron ejecutados dos malhechores. La cruz de Jesús estaba en el medio. Aquí se cumplió Isaías 53:12: el Señor fue contado con los pecadores. Los difíciles padecimientos de Jesús desembocaron finalmente en una terrible lucha de muerte.

Las palabras de Jesús que pronunció en la cruz, dan testimonio de su grandeza divina. Incluso en el padecimiento y la muerte todavía se dirige a otros con palabras de misericordia, perdón, intercesión y desvelo, manifestando el amor y la gracia de Dios.

La tradición religiosa ha dado a las últimas palabras de Jesús, que han sido transmitidas en los Evangelios de diferentes formas, un cierto orden que también aquí seguiremos:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23:34)

El Hijo de Dios, también misericordioso en la cruz, intercedió ante su Padre por todos los que lo habían llevado a la cruz y que no eran conscientes de la trascendencia de su acción. Aquí Jesús cumplió en forma perfecta el mandamiento de amar al enemigo (Mt. 5:44-45 y 48).

“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23:43)

El Señor se dirigió al malhechor crucificado junto a Él, que le pidió por gracia y de cara a la muerte reconoció al Salvador. El paraíso que el Señor le abrió al pecador arrepentido, es, según la idea de ese tiempo, el lugar donde se encuentran los devotos y justos.

“Mujer, he ahí tu hijo."“He ahí tu madre" (Jn. 19:26-27)

Jesús, de cara a la muerte, se ocupó de María, su madre, y la confió a su discípulo Juan. Aquí se ve el desvelo y el amor de Cristo, quien a pesar de su propia necesidad se dirigió al prójimo.

En la tradición religiosa, María es interpretada como el símbolo de la Iglesia, que ahora es colocada bajo la custodia del ministerio de Apóstol, representado por el Apóstol Juan.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mr. 15:34)

Con estas palabras de Salmos 22, los judíos devotos se dirigen a Dios cuando están próximos a morir. Se lamentan por un lado, por sentir su distancia, pero por el otro, dan testimonio de su fe en el poder y la gracia de Dios. Jesús se dirigió a su Padre con estas mismas palabras.

Pero Salmos 22 también se refiere al padecimiento y la confianza en Dios del justo. Además, este Salmo en muchos pasajes alude a la muerte de Cristo en sacrificio, siendo un testimonio del Antiguo Testamento sobre el Mesías Jesús.

“Tengo sed" (Jn. 19:28)

Con ellas se cumplió Salmos 69:21: “Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre". En un sentido figurado, esto significa que Jesús tuvo que beber de la copa del padecimiento hasta acabarse, cumpliendo así la voluntad del Padre con toda perfección.

“Consumado es" (Jn. 19:30)

Era alrededor de la novena hora, es decir, temprano por la tarde, cuando fueron pronunciadas estas palabras. Había llegado a su culminación una importante etapa en la historia de la salvación: Jesús había ofrecido el sacrificio para redención de los hombres. Su muerte en sacrificio puso fin al antiguo pacto, concertado únicamente con el pueblo de Israel. Entra ahora en vigencia el nuevo pacto (He. 9:16), al cual también tienen acceso los gentiles.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23:46)

De esta cita de Salmos 31:5 queda en claro que Jesucristo confió plenamente en su Padre también en ese instante.

Hechos dramáticos acompañaron la muerte del Señor: la tierra tembló, las rocas se partieron; el velo del templo, que separaba el santísimo del santuario, se rasgó por la mitad. Esto señala, por un lado, que con la muerte de Cristo el servicio de la ofrenda del Antiguo Testamento había hallado su fin y ya no tenía significado; el antiguo pacto estaba cumplido. Por otro lado, indica que por la muerte de Jesús en sacrificio, por “rasgarse el velo", o sea por el sacrificio “de su carne" (He. 10:20), está abierto el camino al Padre.

Bajo la impresión de lo sucedido, el centurión romano y los soldados que cuidaban a Jesús, exclamaron: “Verdaderamente este era Hijo de Dios" (Mt. 27:54). Por lo tanto fueron gentiles los que atestiguaron de Jesús en su muerte como el Hijo de Dios.

José de Arimatea, que formaba parte del concilio, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús para sepultarlo. Junto con Nicodemo, que una vez había sido instruido por el Señor sobre el renacimiento de agua y Espíritu (Jn. 3:5), puso a Jesús en un sepulcro en la roca que nunca había sido usado. Delante del sepulcro se hizo rodar una piedra. Los principales sacerdotes lo hicieron custodiar por guardias (Mt. 27:57-66).

El padecimiento de Jesús, así como su muerte, aconteció conforme a la Escritura en representación de los hombres y por eso tiene efectos de salvación: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados" (1 P. 2:21-24).

Padeciendo y muriendo, Cristo, el Mediador, reconcilia a los hombres con Dios y procura redención del pecado y la muerte. Así se cumplió la palabra de Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1:29). Por su muerte en sacrificio, el Señor quebró el imperio de Satanás y venció a la muerte (He. 2:14). Como Jesucristo había vencido todas las tentaciones de Satanás, pudo, por no haber cometido ni un solo pecado, tomar sobre sí los pecados de toda la humanidad (Is. 53:6) y por su sangre obtener un mérito por el cual pudo ser redimida toda deuda del pecado: su vida, entregada por los pecadores, es el precio del rescate. Su muerte en sacrificio hace accesible al hombre el camino a Dios.