El Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica

13.1.1 Las oraciones en el Antiguo Testamento

Una primera indicación bíblica sobre la oración se encuentra en Génesis 4:26: “Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová". Esto define un rasgo esencial propio, de allí en más, de las oraciones: el hombre se dirige a Dios y lo invoca creyendo profundamente que Dios lo oye.

Salmos 95:6 exhorta: “Venid, adoremos". En muchos cánticos y salmos del Antiguo Testamento hay testimonios de la adoración de Dios; como ejemplo puede mencionarse el cántico de Moisés: “Porque el nombre de Jehová proclamaré. Engrandeced a nuestro Dios. Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos su caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto" (Dt. 32:3-4).

“Alabad a Jehová, porque él es bueno; porque para siempre es su misericordia" (Sal. 106:1) exhorta el autor de los salmos. El agradecimiento al eterno Dios se manifiesta en la oración alabando y glorificando.

“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente" (Sal. 51:10-12). Justamente estas peticiones, además de las referidas a la vida material, son las que testifican lo que es importante para quienes oran con fe.

“Moisés oró por el pueblo" (Nm. 21:7), cuando Dios por las murmuraciones de los israelistas había enviado serpientes venenosas. Mediante la intercesión tienen cabida en la oración el amor al prójimo y la misericordia.

En el libro de los Salmos se refleja toda la riqueza espiritual de la oración del Antiguo Testamento. En él, la oración ya toma la dirección de la oración neotestamentaria. Un ejemplo es la oración de Ana. Ella presenta a Dios su petición por un hijo; la Sagrada Escritura dice que ella había derramado su alma delante de Jehová (1 S. 1:15). Su oración de agradecimiento después de haber sido atendida con gracia, es un ejemplo de profunda alabanza a Dios, cuyo contenido está estrechamente emparentado con el cántico de alabanza, el “Magnificat" de María (1 S. 2:1-10; Lc. 1:46-55).